Estamos en la azotea de una terraza de un gran hotel de Monterrey. Hay una luna grande, blanca y redonda, y estrellas. Muchas estrellas. Es fácil ver la mano Divina en todo esto.
Joaquina: No sé si existe Dios, porque en los peores momentos de mi vida, cuando busco más allá de mí, siempre hay algo que me hace buscar más, por lo tanto, a ese más, lo llamo Búsqueda. Es el mito que se puede permitir de ser único, ese Dios del que se habla, o esa Búsqueda de la que se habla, o ese punto inexplorado al que se quiere llegar. Los demás, somos iguales y estamos aquí. Como yo todavía no me he enamorado de ningún Dios, ni he querido a ningún Dios que esté en mi misma corporalidad, el planteamiento es que, en la medida en que nos sentimos dioses para dar, y al otro le convertimos en vasallo para dar, es decir, “yo doy lo que yo quiero y tú das lo que yo te pido”, hay algo que no está correcto, hay algo que tenemos que analizar si queremos romper los lazos del rencor, del dolor, de la miseria, del abandono, de sentirnos todo el rato marginados por un concepto que es “lo que yo hago y lo que yo digo es perfecto, y lo que tú dices y tú haces está hipotecado por mi perfección”. Si yo lo veo perfecto, es perfecto y si lo veo imperfecto, es imperfecto. Independientemente de lo que nos haya enseñado la religión católica, independientemente de quién nos lo haya enseñado, la única verdad que existe es que todos somos iguales, con la misma capacidad de dar y de recibir y con la misma capacidad de ser culpables o no ser culpables.
Jon: Creemos que somos únicos para nosotros.
Joaquina: Si somos únicos, estamos solos, porque el otro es único también. Es complicado para mí entender que nosotros somos únicos y que el otro existe. Si tú eres único en poder, luego tienes vasallos, pero los vasallos son de otra civilización. O sea, tú eres Dios y luego están los que caminan por debajo. Nos sentimos dioses que tienen gente que les sigue, porque si fuésemos únicos, no habría nadie, no nos podrían amar. Estamos buscando la adoración.
Jon: ¿Por qué se produce esta búsqueda de adoración? ¿Por qué necesitamos que nuestro mensajero sea Dios y no sea un ser sabio?
Joaquina: Esto es importante. No tenemos un mensajero sabio, como lo tiene el budismo, como lo tienen otras civilizaciones, nosotros tenemos un mensajero divino, que es Dios. Si el mensajero es Dios, y somos nosotros como él, ya estamos perdidos totalmente.
Jon: ¿Para qué queremos esta fabricación?
Joaquina: Se supone que, si somos únicos y somos dioses, seríamos la encarnación del amor, no estaríamos esperando amor, porque somos amor. Vamos a seguir planteándonos esta divinidad que tenemos tan extraña. Si somos dioses, como el concepto de amor es Dios, el amor supremo, si somos dioses, ¿por qué no tenemos el amor supremo, sino que esperamos que nos amen supremamente?
Jon: Entonces, ése es el fraude de las relaciones. La culpa, la no culpa, la pérdida de amor… y todas esas cosas. La paradoja que planteas es: si somos dioses, somos amor, entonces, ¿para qué queremos que alguien nos ame?
Joaquina: No estoy hablando de la religión, estoy hablando del mensajero. Estoy planteándome a Jesús previo a la religión. Te planteo en voz alta ¿qué nos hace a nosotros concebir un camino en el que estamos agarrados a la culpa y a la necesidad de castigo? O rompemos la culpa y la necesidad de castigo, o será imposible que hablemos con el que tenemos cerca, de iguales. Porque si el otro es culpable y nosotros no, siempre vamos a necesitar castigar, ya que, en el fondo, nosotros no nos sentimos culpables de nada. El culpable está fuera, o mi padre, o mi madre, o la religión, o el vecino, o la policía, o quien quieras. Yo me exculpo a pesar de que hablo de que me siento culpable, en realidad, permanezco culpabilizando a los demás.
Jon: Como en tantas ocasiones, el meollo de la cuestión está en nuestros padres.
Joaquina: De forma instintiva, elegimos nuestro padre Dios y, según avanzamos en la vida, vamos teniendo problemas con nuestro padre no dios, lo cual quiere decir que vamos perdiendo nuestra divinidad. No sabemos compartir a dios, llegan la envidia, los celos, el malestar con nuestros hermanos. Ahí empieza a confirmarse que no somos Dios. Cuando nuestros hermanos nos dicen “eres como papá/mamá”, como el padre no dios, empezamos a tomar conciencia de que no somos divinos. Esta distancia de la divinidad que vamos teniendo, en el fondo es la que permanece dentro y la que nos hace vivir permanentemente culpables. Porque a la única persona que no perdonamos es al padre que no ha sido dios. Mientras que no perdonemos a nuestros padres no saldremos nunca de la cruz. La cruz no está en lo que siento por el otro, sino en el sentimiento que tenemos de falta de plenitud en la relación que hemos tenido con nuestros padres.
Jon: Estás diciendo que lo que no le perdonamos a nuestros padres, no le perdonamos jamás al mundo.
Joaquina: No existen más rencores en el mundo que los que tenemos a nuestros padres, que multiplicamos con nuestros hijos, con nuestros amigos, y que multiplicamos con el mundo entero. Pero el error, el dolor y el daño está ahí metido, y es ahí donde tenemos que trabajar el perdón. Ahí es donde necesitamos la crucifixión, que se provoca en el mismo momento en que queremos castigar a nuestros padres por lo que nos han hecho. Y lo más duro es que nosotros hacemos exactamente igual con nuestros hijos o con nuestros amigos. Así hemos sentenciado la falta de paz eterna.
Jon: Porque en el fondo estamos consumando permanentemente el error de la familia. Desde el primer día que nacen nuestros hijos, nos convertimos en nuestros padres.
Joaquina: Tienes que conseguir que el amor a las dos partes de tu conformación es lo que te hace salir de la culpa, entre tanto no eres capaz, porque en el de al lado siempre ves el error de aquel padre al que no amas. Cuando tienes pareja estás buscando la compensación del amor que te faltaba, pero cuando tienes hijos te conviertes directamente en la persona que odiaste, inmediatamente, para justificarlos.
Jon: ¿Y los que no tienen hijos?
Joaquina: Se lo hacen a los amigos. El tema está que cuando tú no le perdonas a un padre y lo repites, te conviertes en persona a la que hay que castigar, a partir da ahí empiezas a llevar tu propia cruz, la cruz de tu culpa, culpa que más adelante proyectarás en otro.
Jon: ¿Qué puedo hacer?
Joaquina: Lo primero, darte cuenta de que tienes los maestros que, si les cambias lo que hicieron mal, son los perfectos. Porque ellos son los que te enseñaron lo que necesitaste aprender, que eso es lo que significa el estado de perfección. Tus padres tienen la muestra de lo que tú necesitas aprender, nadie más la tiene. En la forma en la que tú haces las cosas está tu maestría, y eso es lo que vino a enseñar Jesús, nada más. Lo que vino a enseñar Jesús es que los maestros que tenemos son los maestros perfectos para nuestra fórmula de aprendizaje, nuestra religión católica, la forma de entender el mundo, nuestras cosas. Jesús nos enseñó la muerte que ya teníamos y nos abrió a la resurrección. Esa es la diferencia. Si quieres seguir en la muerte, que es lo que has aprendido hasta ahora, no llegarás a la resurrección. La resurrección que yo te propongo no es una resurrección hipotética, es dejar la muerte que tenemos dentro, que son los errores de nuestra familia, hacer un plan de acción para resucitar de esos errores. Este es el plan que te propongo:
Jon: Esto hace que me plantee qué tipo de entramado he decidido hacer con mis creencias para llegar a un punto donde estoy prisionero del castigo. Para romper ese entramado necesito entender de donde viene. ¿Por qué hemos decidido la divinidad por encima de la sabiduría? ¿Por qué no hemos decidido que nuestro maestro era sabio, simplemente? ¿Qué beneficio tenía el decir que era Dios?
Joaquina: Que nosotros somos únicos, somos indiscutibles, somos la panacea del bien y el mal, los únicos que existen. En el momento en que tú eres consciente todo el tiempo del amor que te tienes a ti mismo, eres incapaz de hacerle algo al otro que no sea con amor. Pero tienes que ser consciente del amor a ti mismo, no jugar al juego de que no te amas, que esa es la mayor barbarie de lo que hacemos.
Jon: ¿Y la aplicación en el día a día?
Joaquina: Cuando te encuentras con una persona, sea quien fuere, tu amor, que no está fuera, no es que ames a la persona, sino que es tu amor proyectado fuera, tenga una capacidad de permear al otro. La capacidad de que el otro haga lo que quiera en cada momento, sin que tenga que justificarse ante nosotros, ése sería el amor infinito, porque tiene que estar libre de miedo, tiene que estar libre de no aceptación, tiene que estar libre de dogmatismo. Pero jugar al juego de pensar que el otro te hace lo que tu le estás haciendo a él. Jugar al hecho de que el otro decida que su vida es mucho mejor sin ti, o jugar al hecho de que el otro no trabaje y te deje toda la carga de trabajo a ti, jugar a lo que estás haciendo y te darás cuenta de que es insoportable y ése es el punto que tienes que ver. Que lo que es insoportable para ti es exactamente igual de insoportable para el otro. Solamente con esta necesidad de ser únicos, nos encontramos aislados de ese amor.
Jon: ¿Cuál es tu propuesta?
Joaquina: La propuesta es que sólo se tiene poder cuando el amor está dentro y no está fuera, que sólo se tiene prestigio cuando el amor está dentro y no está fuera. Que somos capaces de conocer solamente nuestro amor, el amor del otro nunca lo podremos conocer. Que somos capaces de expresar nuestro amor, nunca podremos expresar nuestro amor en la palabra del otro y, lo que es mucho más importante, la libertad sólo la tenemos cuando amamos libremente al que está enfrente, hacia él y hacia nosotros. La causa de la culpa está en la falta de amor. Siempre pensamos que el otro nos está dañando, que el otro no se comporta como nosotros queremos, que el otro no está haciendo lo que nosotros buscamos o como nosotros lo buscamos. Y, a partir de ahí, el otro es reo absoluto de la culpa y necesitamos matarle, inmolarle, asesinarle, destruirle, condenarle, llámalo como quieras.